Las empresas tienen diferentes alternativas para valorar sus activos, en función de sus necesidades particulares y, sobre todo, de la exactitud con la cual se pueden realizar estos cálculos. Cada una de ellas cuentan con sus ventajas y sus inconvenientes, aunque la mayoría de empresas se suelen decantar por dos de ellas: el coste histórico y el valor razonable. La primera de ellas, por la facilidad en su medición, y la segunda por ser la que mejor refleja el valor real de los activos.
En la práctica, la aplicación de una o de otra depende de los recursos con los que cuente la empresa y con la existencia o no de un mercado en el que coticen estos activos. En la mayoría de ocasiones, se suele utilizar el coste histórico, por ser el más sencillo de utilizar, y sobre todo por todos los problemas que tiene el valor razonable dentro de la contabilidad de una empresa.
El valor razonable, además, tiene un cierto grado de subjetividad que le impide estar exentos de problemas contables. No obstante, la dicotomía entre coste histórico y valor razonable no es tan marcado como podría parecer.
El coste histórico necesita un cierto grado de actualización para que sea útil y relevante para reflejar una imagen fiel de la empresa, lo cual tampoco está exento de una cierta subjetividad. Por esta razón, todas las vulnerabilidades que se le atribuyen al valor razonable como método de medición contable son también extrapolables al coste histórico, en especial si tenemos en cuenta que este valor tiene que actualizarse.
Por tanto, ni el coste histórico ni el valor razonable, pese a ser los métodos contables de valoración más utilizados, son de lejos perfectos. Por esta razón, la Junta de Normas Internacionales de Contabilidad (IASB), recomiendan utilizar un sistema mixto, utilizando el valor histórico y el valor razonable.
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